El ocaso de
Alberto Ruiz-Gallardón
comenzó el martes 20 de diciembre de 2011 cuando iba a presentar un
libro sobre Gustav Mahler de Arnaldo Liberman. Ese día recibió una
llamada de teléfono. La llamada que esperaba desde hacía muchos días,
muchos meses y muchos años. El entonces alcalde de Madrid ordenó detener
el coche y salió a la acera para hablar. Era el presidente del
Gobierno.
-Alberto, quiero que seas ministro de Justicia. ¿Estás dispuesto?
-Por supuesto, presidente, dispuesto y encantado. Gracias.
-No digas nada hasta que mañana hable con el rey.
Comenzaba así para Gallardón la última vida política de las muchas
que tuvo. Entonces lo celebró con júbilo. Ya que no había podido llegar a
presidente, por lo menos sería ministro del Gobierno de España. Madrid
se le había quedado pequeño y se despidió de la ciudad con rapidez y con
frialdad. Como se despidió también de sus personas de confianza. Quería
ingresar en el futuro libre de su equipaje de toda la vida.
El
Ministerio de Justicia no era su lugar soñado,
pero desde ahí también se podía pasar a la Historia. Él mismo había
declarado a la revista Vogue que la importancia del puesto no depende
del presupuesto sino de otras cosas. «Lo importante es el discurso.
¿Quién es capaz de recordar cómo se llamaba el ministro de Defensa de De
Gaulle? Pero todos recordamos que ahí estaba André Malraux como
ministro de Cultura que hacía unos discursos que supusieron el
reencuentro con una población que estaba profundamente desencantada de
la política. Al final, ¿quién recuerda a los ministros que manejaban
grandes presupuestos frente a los ministros que tuvieron grandes
ideas?». La referencia a Malraux no es gratuita. El autor de La
condición humana fue un personaje contradictorio, escritor y político,
gran orador y amante del lucimiento retórico.
Gallardón se dispuso a emular al ilustre francés para ser recordado
por sus discursos y sus ideas. Y la idea que se le ocurrió fue cambiarlo
todo. Incluso
cambiarse a sí mismo. Desde el primer
minuto mostró su voluntad de no dejar títere con cabeza en la Justicia
española. Cambiaría todas las leyes para dejar su impronta. La Ley
Orgánica del Poder Judicial, la Ley de Tasas, el Código Penal, el
Registro Civil, la Ley de Enjuiciamiento Criminal... hasta llegar a la
reforma de la ley del aborto.
Los primeros meses en el ministerio transcurrieron con cierta
placidez. Por primera vez en su vida sentía que pertenecía a un equipo,
que no era un verso suelto. Aunque él quería brillar con luz propia, no
era uno entre muchos jugadores, era Cristiano Ronaldo, quería marcar
todos los goles y que la cámara le siguiera. Así, reorientó su propia
imagen hacia posiciones conservadoras. Un compañero de partido lo
explicaba así: «Alberto es una mezcla explosiva de
inteligencia política y torpeza estratégica,
de brillantez y equivocaciones clamorosas, de pasión y aturdimiento. Se
metió de lleno en el tema del aborto por coherencia con sus
convicciones fundamentales. Durante muchos años fue un diletante que se
dejó querer por el progresismo como alternativa a Aznar dentro del
partido. Pero él siente que la reforma de la ley del aborto se la debe a
su padre y como progresista oficial del PP era el único que podía
hacerlo con autoridad. Así viene a reconciliarse con la casa madre y a
situarse en una buena posición para lo que venga después». El ministro
de Justicia desató la indignación del mundo cultural progresista que le
había adorado. Un día antes de su dimisión, Joaquín Sabina dijo en un
programa de Cuatro de forma premonitoria:
«Gallardón ha muerto, se lo diré si me lo encuentro algún día».
'Me quieren echar del Gobierno', dijo cuando la corrupción de Luis Bárcenas envenenó el alma del PP
A la luz de los acontecimientos que han desencadenado su retirada de
la política, cobran sentido las confesiones que el ya ex ministro ha
venido haciendo a amigos, compañeros de partido e interlocutores varios
en distintos momentos de su estancia en el Gobierno. La primera vez fue
en enero de 2013 cuando la corrupción de Luis Bárcenas inyectó su veneno
en la realidad diaria del PP.
«Me quieren echar del Gobierno», aseguró cuando el caso Bárcenas tomaba aire judicial tras el descubrimiento de la cuenta suiza.
Rajoy estaba aún en el control de daños y personas cercanas al
presidente responsabilizaban a Gallardón de haber nombrado fiscal
general del Estado a un hombre que iba por libre y al cine. «La
acusación interna más importante que pesa contra Gallardón es la de no
haber sabido controlar al fiscal general del Estado. Y es un hecho que
el partido en toda España no estaba contento con el funcionamiento de la
Fiscalía. El PPse ha sentido perseguido por los fiscales de algunas
provincias», aseguran varios compañeros de partido del dimisionario.
Bárcenas le culpaba de haberle echado encima a los fiscales y algunos
dirigentes del partido consideraban que no había hecho todo lo posible
para evitar que la caja b del ex tesorero manchara al mismísimo
presidente del Gobierno y enturbiara la imagen de la secretaría general.
Cada vez que el Gallardón ministro se situaba en el disparadero se
multiplicaban los rumores y las habladurías sobre sus pretensiones
-nunca ocultadas por él- de convertirse en presidente del Gobierno. En
los peores días de Rajoy en La Moncloa -el 2 de julio de 2012- con la
prima de riesgo en 600 y la amenaza de rescate sobre su cabeza, el
profesor José Luis Álvarez escribió lo siguiente en La Vanguardia.
«Mariano Rajoy está llevando al vaciamiento doctrinal del PP lo que
provocará la pérdida de la hegemonía del ciclo conservador iniciado por
José María Aznar. Sólo uno de los dirigentes del PP es capaz de encarnar
en su persona un liderazgo político a largo plazo y sostener un
discurso conservador modulado. Sólo uno proyecta una voluntad de poder
que vaya más allá de ser un alto funcionario en comisión de servicios en
el Consejo de Ministros.
Sólo uno es vocacionalmente político, dispuesto para llegar al poder a pactar con el diablo, como decía Max Weber. Ese es Ruiz-Gallardón».
Casualidad o no, el artículo fue subrayado por quien corresponde.
Personas cercanas a Rajoy aseguran que este tipo de habladurías sobre
Gallardón nunca le han interesado, preocupado como estaba únicamente por
evitar que España fuera intervenida. Ni que decir tiene que el ministro
de Justicia había jurado lealtad a su presidente al mismo tiempo que
juró su cargo. «Ya le he dicho a Mariano que
nunca aspiré a sustituirle,
ni a sucederle ni a competir con él. Soy leal a Mariano». Muchas veces y
delante de mucha gente ha repetido Gallardón esas palabras, sin que
nadie se lo creyera. Tal vez porque los observadores del poder saben que
las personas que aspiran a ser presidentes del Gobierno no son como las
demás. Es una vocación que no se cura con el tiempo -ni siquiera cuando
se comprueba que a todas luces es imposible- y empapa todos los órganos
del cuerpo, desde la cabeza hasta las extremidades pasando por el
corazón. Una ambición que se lleva por dentro, de la mañana a la noche y
del verano al invierno.
Por eso el ocaso y la caída del pasional Ruiz-Gallardón es el relato de un
duelo entre el presidente del Gobierno y su ministro de Justicia
con el proyecto de ley del aborto como terreno de juego. Ha sido una
batalla entre dos personalidades políticas muy distintas, dos formas de
entender la vida y dos inteligencias complejas y diferentes. Cada uno
con sus reglas. «Alberto convirtió el proyecto de ley del aborto en una
cuestión de vida o muerte, de victoria o derrota. Lo elevó a la máxima
categoría, mientras que para el presidente la cuestión era una más de
las cinco o seis que tiene en la cabeza. Las principales son Cataluña y
la economía», asegura un buen conocedor de ambos.
¿Por qué permitió Rajoy que se aprobara un anteproyecto que acabaría
guardando en un cajón después de que casi todo el PP se rebelara contra
el texto? Las fuentes consultadas creen que la explicación más verosímil
es que en aquel entonces Rajoy sólo pensaba en la economía y había
dejado de lado la política.
Pero Gallardón siguió el dictado de su propia pasión por ser un
ministro de grandes ideas y elaboró una construcción argumental que
asombró a todo el país. Se presentó como el , pero también de las
mujeres, frente a la «violencia estructural» de la sociedad contra
ellas. Incluso como el precursor que anunciaba para el siglo XXI una
nueva corriente del progresismo y la izquierda consistente en revisar la
anticuada doctrina feminista sobre el derecho al aborto. Sus argumentos
provocaban el estupor dentro y fuera del Parlamento, pero él lo decía
en serio. Por eso en su dramática actuación final de príncipe caído
lamentó no haber sido capaz de convencer ni a su partido ni a la
sociedad española de su revolucionaria elaboración teórica sobre el
aborto.
Empeñado en esta cruzada, no supo o no quiso interpretar las señales
inequívocas que a su manera le lanzaba su presidente para lograr un
consenso interno en el PP en torno a la reforma. Rajoy quería volver
exactamente a
la ley del 85 aprobada por Felipe González y
no reformada por Aznar. Así lo dijo en el Congreso a preguntas de
Rubalcaba, sin que el ministro tomara nota. La aprobación del proyecto
se retrasó hasta después de las elecciones europeas y en la campaña -en
la que el PPapenas le dejó participar- Gallardón volvió a pensar que le
podía quedar poco en el ministerio. Si las elecciones iban mal, le
culparían a él y el presidente podría destituirle. Pero Rajoy no es muy
de destituir a nadie. En el mes de julio, después de varias reuniones
internas en las que se comprobó a través de sondeos que el anteproyecto
de ley era rechazado de forma mayoritaria también por los votantes del
PP, el presidente insistió ante su ministro en que buscara una solución
aceptable.
Gallardón decidió caminar con paso firme hacia la dimisión y lanzó su
órdago. El proyecto se aprobaría antes de la llegada del otoño.
Mientras el presidente no le comunicara formalmente la retirada, él
seguiría en sus trece. A la vuelta de vacaciones, el ministro dio
muestras de que volvía a ser un verso suelto dentro del Gobierno.
Propuso en El País la reducción de aforados por su cuenta y riesgo, sin
consultar con el presidente y horas antes de que Rajoy abriera el curso
político con sus propuestas de regeneración. Su actitud sentó como un
tiro en La Moncloa.
Después de que EL MUNDO publicara que
el Gobierno había decidido guardar en un cajón
el polémico anteproyecto, los acontecimientos se precipitaron. El
ministro anunció su dimisión al presidente la pasada semana, pero Rajoy
le pidió que esperara hasta su regreso de China. Gallardón tenía prisa y
pretendía dimitir en directo ante el Congreso durante la ausencia del
presidente. Rajoy hizo un movimiento a la desesperada para evitarlo
anunciando que renunciaba a la ley y horas después Gallardón se fue
definitivamente. La improvisación del relevo -Rajoy no pudo nombrar
sustituto porque el Rey estaba fuera- evidenció que ambos jugadores
habían sido incapaces de encontrar una salida cordial y una despedida en
condiciones. Por el contrario, se habían batido en duelo. El político
pasional y atormentado contra el registrador de la propiedad que gusta
de perfiles tecnocráticos. El que quiso ser presidente contra el que lo
consiguió. «Son muy distintos. La vida política de uno y de otro no
tienen nada que ver. Nunca existió una relación de confianza personal
entre ellos, aunque sí respeto profesional», aseguran quienes los
conocen.
Fuentes cercanas a Rajoy señalan que a pesar de su aparente
tranquilidad con el relevo del ministro de Justicia, el presidente no
oculta su preocupación porque
Gallardón se haya ido
«dando un portazo y enarbolando la bandera de los principios del
partido sobre una cuestión tan sensible como el aborto que divide al
electorado del PP». La semana pasada, algunos diputados populares fueron
increpados en misa por renunciar a sus principios.
Gallardón llegó al Gobierno como el ministro mejor valorado y se va
con su dignidad intacta, pero con una nota muy mala. En la Navidad de
2003, en una de sus épocas de desasosiego fruto de sus batallas con
Esperanza Aguirre, el entonces alcalde de Madrid felicitó las Navidades
con un poema de Rilke. «El que ha osado volar como los pájaros, una cosa
más debe aprender: a caer». En ello está. Aprendiendo a caer.