Maruja, mezclada por las calles con la ciudadanía, capta el sentir de la población, sin bracear en sus paseos y sin sacar pecho fátuamente, como el personaje gallego criticado en "Sin perdón y sin Clint Eastwood", el que no se entera de nada porque sólo le llegan "cosas que son mentiras, menos algunas que son verdad" y que ante la corrupción, solo le llegan "algunas cosas".
Mañana tiene oportunidad de hacer limpieza en su partido y en su Gobierno, pero le faltara nivel, caudal y equilibrio entre testosterona y estrógenos, ganará Maruja, seguro. El dictadecretos, mañana puede firmar el mas importante de su vida, por el bien de España y de los españoles..., mucho me temo que no lo verán mis ojos.
A doña Maruja, le comento que, como afectado por las preferentes y sin cobrar lo que mi sentencia ordena, no dispongo de "tela", para el cava, pero una sidriña, seguro que me tomo.
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Sin perdón y sin Clint Eastwood
Y ahí sigue Rajoy, escupiendo herencia recibida, sin darse cuenta
de que lo que vemos los españoles es la mala sangre de la derecha más
rancia de este país, acabando con cualquier avance. Es su propio legado
el que más apesta
Sólo los gallardos saben pedir disculpas. Hacerlo a
tiempo y con honestidad, con arrepentimiento verdadero y firme propósito
de enmienda, ya sea en público o en la intimidad, requiere valor de
fondo, respeto al otro, gallardía. Hace falta coraje del bueno para
aceptar la humillación de ese momento, convertirla en sencillez y
desarmarse para que el ofendido te acepte de nuevo. Hasta puede que ese
gesto mejore al ofensor ante sus ojos. El cuajo de reconocer los propios
errores: he ahí una prueba por la que todo hombre y toda mujer pasamos
en algún tramo de nuestras vidas, y de cómo la resolvamos dependen
muchos sentimientos, para empezar nuestra autoestima, sin la que a
algunos nos resulta tan difícil seguir adelante.
Por
el contrario, las excusas suenan a mendrugos mojados en el pico de los
gallináceos comprobados. Sí, los 'clocloqueros': esos productos gaseosos
que alardean de éxitos, que escapan por las gateras arrastrando la
falsa cola de pavo real con que el poder ha coronado sus mediocres
existencias, y que sonríen bobamente cuando sus aduladores les aplauden,
creyendo que el batir de palmas –otra cosa sería un batir de huevos,
pero prudentemente me abstengo de desarrollar esta idea– les convierte
en el agujero del queque, el último pozo en el desierto y el asombro de
sus contemporáneos.
En realidad, Rajoy, que es el
personaje al que me estoy refiriendo, con sutil evidencia, tiene razón
en lo último. No sólo los europeos nos contemplan, perplejos y
boquiabiertos. El orbe entero no puede creer que hayamos sido capaces de
soportarle un retroceso que, en tan pocos años, nos ha situado en el
vagón de cola, ha excluido a cientos de miles de ciudadanos de cualquier
posibilidad de levantar cabeza, y ha hipotecado el futuro de los
jóvenes y abandonado en la miseria a un tercio de nuestros niños.
Únicamente por esto último, acreditado precisamente este martes con
datos y mucho dolor desde Cáritas y Unicef, el jefe de Gobierno tendría
que haberse puesto a caminar de rodillas sobre su propia obra para
acabar de cura –o de monja, a mí me da igual– en el Valle de los Caídos.
No lo hizo. Se disculpó ateniéndose al ejemplo del anterior Rey, quien
por cierto nos ofreció pucherines y carantoñas, y prometió, bien es
cierto porque ya no tenía más remedio, que no volvería a hacerlo. Éste
ni siquiera tiene un plan B, como no sea seguir haciendo de Comendador,
en la patética versión del Tenorio con imputados que nos toca vivir.
Y ahí sigue, escupiendo herencia recibida, sin darse cuenta de que lo
que vemos los españoles es la mala sangre de la derecha más rancia de
este país, acabando con cualquier avance. Es su propio legado el que más
apesta.
Pasará a la historia como el más patético –y
éste sí que es un récord– de los presidentes de la democracia. Habrá
hundido el país y se le romperá España por más costuras de las que él
mismo piensa.
Vamos a beber tanto cava por él como por Franco.
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